Recuerdos de viaje: Stonehenge

StonehengeEl viento barre la planicie sin compasión. No hay un árbol, no hay una colina. Sólo tú. El viento, las piedras y tú.

No puedes evitar sentirte pequeño ante estas piedras, traídas hace miles de años de la lejana Irlanda, no se sabe muy bien cómo ni por qué.

No puedes evitar sentirte grande entre estas piedras, mudos testigos de un pasado lejano, cuando tu especie era inocente y, sin embargo, el mundo era infinitamente más duro y violento.

Quizás es lo inconcebible de este lugar en sí mismo. Quizás es la liturgia anual del sol, cada solsticio de verano, alumbrando puntualmente la avenida principal. Quizás es la mucha sangre que fue derramada aquí en tiempos olvidados.

Quizás es que tus sentidos no te ofrecen nada a lo que asirte. Nada salvo la piedra, el viento y tú.

Recuerdos de viaje: México (y III)

XI

Hacemos tiempo. En Hidalgo con Reforma te golpea la diversidad, la diversidad entendida como confrontación. De un lado, rascacielos inequívocamente modernos (porque tienen formas trapezoidales y esas cosas) recubiertos de cristal esmerilado. Del otro, un convento de la época del Virreinato. Del otro, una avenida grandilocuentemente arbolada, hacia Bellas Artes, recién reformada para festejar el Bicentenario. Del otro, por fin, casas deterioradas, puestos ambulantes de cortezas y recuerdos religiosos, grupos de hombres ociosos (o no tanto), coches herrumbrosos. Y también una heladería, pequeña y muy limpia, donde me compro el mejor helado de pistacho con pasas que he tomado en mi vida. Hacemos tiempo.

XII

I. es mejicana y soriente. Su abuelo paterno era judío húngaro y huyó de Europa porque en la IIGM los llamaron a filas y los usaron como escudos, sin darles armas ni uniforme. Finalmente murió aquí, en México, siendo un apátrida. Su abuela materna era española, judía y masona. Huyó de España en el 39, hacia París, donde vivía su familia materna. Luego, tras la ocupación huyeron de París, en taxi. Camino del sur les pararon los nazis, pero el taxista no hablaba alemán y los ocupantes no les parecieron judíos, así que les dejaron seguir. En Marsella tomaron un barco y terminaron aquí. De muchas de estas historias esta hecho este país. I. se va en verano, ha conseguido un puesto en la una universidad de la Costa Este. No te da pena irte? Mucha, pero tengo un niño pequeño.

XIII

J. es ruso, pero nacionalizado mejicando. Antes de llevarnos a Cuernavaca en su coche, visitamos su barrio, La Condesa. Un parque precioso, en forma de óvalo por la Avenida México (una de las muchas Avenidas México que hay en el DF, porque con 70000 calles, ya le dieron la vuelta completa al diccionario). Bicicletas, cafés de estilo europeo, corredores, y muchas, muchas parejas. De la mano, sentados en los bancos de madera rústica, besándose. J. dejó Cuernavaca para venirse al DF, para vivir aquí. Esto también es Ciudad de México, esto te reconcilia con una ciudad tan insólita como inabarcable.

XIV

La carretera de Cuernavaca es famosa por sus curvas (“tienes más vueltas que la carretera de Cuernavaca”, dicen por aquí). La carretera antigua, no la moderna autopista. Pero J. cree que es “de mal anfitrión” llevarte por al autopista y que te pierdas algo tan auténtico. Yo conduzco por aquí muchas veces, y nunca me pasó nada, dice tranquilizador. Bueno, una vez acabé con el coche en la copa de un árbol colgado de un precipicio, pero la verdad es que no me pasó nada. El efecto tranquilizador se ha diluido de repente. La carretera, tan sinuosa, de noche, entre bosques, parece sacada de una peli de David Lynch. Ahora les llevaré por un atajo, anuncia solemne, el desvío de Huitzilac; se ahorran cinco kilómetros. Y por qué no hicieron por aquí la carretera? pregunto, no muy seguro de querer saber la respuesta. Ah… buena pregunta, ahora lo verán. Huitzilac a las 9 es un pueblo fantasma. Apenas dos hombres por la calle (la única calle), que aportan más tensión al aire. Perros de pelea ladran a los faros del coche desde los vallados. Al salir de pueblo, se divisa a lo lejos y muy muy muy abajo, las luces de Cuernavaca, y nos lanzamos colina abajo por la carretera con mayor pendiente que he cruzado en mi vida. Al llegar al hotel tengo la sensación de haberme bajado de un avión. Por un lado porque todo el viaje he ido con la sensación que me acompaña en los aviones de “si pasa algo, estoy irremediablemente muerto, así que mejor me relajo”. Por otra parte, porque el desvío de Huitzlac me ha dejado los oídos taponados. Y al bajar del coche, siento de manera inequívoca cómo fluye la adrenalina, esa extraña mezcla de invulnerabilidad y osadía que te hace sentirte capaz de todo. O, simplemente, sentirte vivo de una forma cierta y precisa.

XV

Esta noche, que es mi última noche, estamos S. y yo, frente a frente. Entre nosotros, una botella de tequila. Junto a nosotros, la algarabía de todos sus compañeros, los alumnos de doctorado, despidiendo a uno de ellos que se marcha a Toulouse. En diciembre, S. se marcha también, a Madrid, a la Autónoma, así que muy probablemente nos volveremos a ver pronto. Pero esta noche, que también es mi última noche, S. y yo nos hemos quedado hablando de la música mejicana. Yo he tirado de repertorio, él ha tirado de recuerdos y nos hemos encontrado en esa comunión extraña que sólo se alcanza a veces, con cosas muy concretas, con ésas que te remueven, vaya usted a saber por qué. Y esta noche, mi última noche, comparto tequila con este chico de quien me separan diez años  y diez mil kilómetros. Y juntos nos llenamos el vaso, nos lo ponemos en la cabeza como manda la tradición y entonamos, mal que bien, un lamento eterno convertido, en este instante, en la única religión verdadera:

“Me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin ella de pena muero…”

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VI

El Día de los Muertos es importante en todo México. También en Ocotepec, claro. Pero aquí es especial, me cuentan. Aquí, en Ocotepec, el día de los muertos la gente prepara altares en las puertas de las casas, para sus muertecitos. Con velas y coronas de flores, como en otras partes. Pero también sacan sus trajes favoritos. Y sacan los estéreos y ponen las canciones que más les gustaban. Y compran cosas como cajas de sus cigarros preferidos o botellas del tequila que les gustaba tomar. Porque ese día, en Ocotepec, los muertos visitan a sus familias. Y lo hacen disfrazados de extranjeros. Por eso, en este pueblo, cuando un extranjero llega a una casa, le agasajan, le dan de comer y de beber, se sientan con él y le cuentan historias, o escuchan las suyas. Y el duelo, de una forma tan mágica como razonable, queda convertido en la más absoluta forma de hospitalidad.

VII

Cuernavaca ya no es lo que era, me cuenta L., que se fue de la ciudad por miedo a la violencia. Antes era zona segura, porque aquí vivían muchos de los narcos más importantes. Aquí es donde van sus hijos a la escuela, aquí es donde salen por las noches. Por eso no querían problemas en este rincón del universo. Ahora tenemos la cruzada contra el narco. Que en el fondo no es tal. El gobernador está casado con una hija del mayor traficante del estado. Y usa la policía, y el ejército, contra los cárteles rivales. Pasamos junto a una valla larguísima. Ésa es la casa del gobernador. Casi nada. Le digo que debe tener una seguridad enorme, a juzgar por las torres de vigilancia, el alambre de espinos y la puerta electrificada. Sí, tiene un pequeño ejército. Y por las noches dos leones montan guardia. Qué son leones? Escuadrones de sicarios? No, no… leones de África. De los de Tarzán. A medio camino entre el exhibicionismo y la locura. Como casi todo aquí, parece.

VIII

La gente siempre sonríe. Buen día, señor. El guardia de seguridad del banco. El chico que mira ocioso la obra. El chico y la chica de la taquería ambulante. Por 25 pesos, el desayuno de los campeones. Pero la violencia está latente en muchos lugares. Tardo 15 minutos en caminar desde el hotel hasta la casa de F. Por el camino, el bar donde F. solía ir a bailar, incendiado por no pagar a quien debía, y con escueto “Cerrado por reformas” en el cristal. Junto a la taquería de los dos chicos amables, cintas de la policía. Qué fue esto? Hace como 10 días, dejaron aquí a dos ejecutados. Los destazaron. El horror debe notarse en mi gesto, porque el chico intenta quitarle importancia con una sonrisa y un gesto cómplice. Fue bien el negocio esa mañana. Me pregunta si quiero un taco para desayunar. No, gracias. A usted. Buen día, señor.

IX

Los autobuses de Cuernavaca son muy peculiares. Para empezar, el conductor es el dueño. Así que, entre otras cosas, pone la música que le da la gana (o la que le pide la gente, si está de buenas). Para seguir, el concepto parada es bastante difuso. Levantas la mano si lo ves venir, y el bus para (o casi) para que subas. Así de simple. Y para terminar, cómo se coordina un sistema tan aparentemente caótico? Pues en las escasa paradas reales que hay, puedes encontrar siempre a un tipo que, por un par de pesos, le dice al conductor cuánto hace que pasó el último bus, de forma que éste sabe si debe aligerar o, tal vez, a lo mejor incluso pararse un ratito. Suena algo informal, lo sé. Pero en un estudio operativo de optimización de recursos resulta que el caótico e informal sistema de Cuernavaca es mucho más fiable, ajustado y preciso que el de las demás ciudades (grandes, pequeñas, occidentales, orientales) estudiadas, y el que garantiza un menor tiempo medio de espera. Y encima hoy el conductor ha puesto a los Rolling…

X

Cómo vamos al DF? Cómo podemos ir? Podemos ir en mi carro, o vamos en el autobús y luego cogemos el metro. Pues entonces… autobús y metro. Seguro? Seguro. En el autobús nos ponen Superagente 86, la peli moderna. Doblada en mexicano, claro. Lo cual no deja de tener su gracia porque uno de mis recuerdos más vivos de la serie de televisión original era el hecho de que estaba doblada en México. En el metro nos pasan otra peli, muy distinta, nada cómica. Porque, como todos los metros del mundo, aquí el subte (que en realidad casi todo el rato va por superficie, ya que la ciudad está construida sobre un pantano) da cobijo a la indigencia. Pero es notorio, asombrosamente notorio, como esta indigencia tiene algo de terrible y definitivo, casi algo de predestinación. En el metro encuentras todo tipo de personas, pero, para algunos, ni un rastro de algo que se pueda parecer remotamente a la esperanza.

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Recuerdos de viaje: Mexico (I)

I

En el aeropuerto de Ciudad de México, como en todos los aeropuertos grandes, hay mucha gente que espera. No se diferencia en nada de otros aeropuertos. Tiendas limpias, McDonald’s, restaurantes típicos pret-a-porter,… la gente que limpia es muy vieja o muy joven, los portamaletas irrealmente obsequiosos, y cuando entras en el baño y cierras la puerta, un señor, por debajo, rocía el suelo con una solución perfumada. Hasta ahí todo normal, o casi. Pero cuando observas las llegadas, ves algo curioso. Llegan vuelos de todo el mundo, pero los que llegan de USA son especiales. Porque hay muchísima gente esperando, y porque todos, los que llegan y los que esperan, nada más verse, antes incluso de tocarse, rompen a llorar. No sé exactamente de qué, pero seguro que es una maravillosa metáfora.

II

En una de las muchas grandes vías de Ciudad de México, hay vendedores ambulantes. Aquí no venden kleenex, venden pistachos (pistaches) y nueces del Brasil. Y algunos también chicles. A pesar de lo demencial del tráfico, no están en los semáforos, no habría suficientes. Están en medio de los carriles, sobre las líneas discontinuas, con los brazos abiertos y carteles colgados del cuello, anunciando mercancía y precio. En esta ciudad, donde las reglas de tráfico sólo se tienen en consideración en caso de accidente (entre las compañías aseguradoras), donde los choques son frecuentes (ayer vi siete, en el tiempo de cruzar la ciudad), no hay tráfico más ordenado que el de las vías con vendedores ambulantes. Salvan vidas, aunque probablemente no salvan las suyas.

III

Cuernavaca en la estación de lluvias es un espectáculo. Puntualmente, al anochecer, el cielo se cierra y se derrumba sobre la ciudad con una violencia insultantemente democrática. No entiende de ejército, de narcos, de clase alta, de suburbios marginales. Todas las calles se convierten en ríos, y entiendes por qué todos los coches son 4×4, el del camarero (4×4 nacional) y el del doctor (4×4 Chevrolet). El tanque aparca a esperar un respiro, los soldados se bajan a tomar un trago. No hay quien conduzca con esta lluvia, no hay quien trafique, no hay quien dispare. Todos nos sentamos a ver llover. Es hermoso. Y a mí me hace pensar que tal vez la lluvia sea la esperanza de México.

IV

La pirámide de Tepoztlán no es una visita sencilla. Requiere entre una hora y hora y media de trabajoso ascenso hasta lo alto de la montaña que domina el valle y, con él, el pueblo. Algunos tramos están adoquinados decentemente, otros son simples caminos de montaña, no demasiado diferentes de lo que había cuando se construyó la pirámide. Al cabo de un rato, es descorazonador comprobar que la subida sigue y sigue, como si nunca fuera a acabarse. Pero al llegar arriba (“Favor de no alimentar a lo hurones” dice el cartel), exhausto, ves la pirámide (pequeña, nada espectacular), miras alrededor y todo cobra sentido. Es necesario el esfuerzo, es necesario el cansancio. Es necesario entender lo importante del camino para apreciar la meta.

V

Tepoztlán en domingo es una locura. Las calles son un gigantesco mercado, llenos de gente, de puestos de frutas y verduras que la gente cultiva en sus casas, de artesanía textil que se vende y se hace delante tuya. Ancianas que pueden tener sesenta años o seiscientos te preguntan el nombre de tu hija cuando compras un vestido y te anuncian solemnes que rogarán a dioses impronunciables por su salud. Almuerzo en una taquería, donde todos los clientes nos sentamos juntos, en una mesa que forma un cuadrado, en cuyo centro dos señoras te van preparando los tacos conforme a tu gusto. Parece arriesgado. Pero hay que vivir. Un hombre mayor con un acordeón, en mitad de la calle. La vie en rose. En este pueblo pequeño, en este lugar recóndito, la señora que vende, la que prepara los tacos, el hombre del acordeón, saben tocarme en el alma.