Una medida de tolerancia a la frustración, otra de tendencia al comportamiento obsesivo, capacidad infrecuente de concentración y curiosidad innata… Mezcle todo y agregue inusual capacidad para la abstracción, más una generosa cantidad de imaginación y sensibilidad estética…
¿Será ésta la fórmula para fabricar un matemático? Desde que Pitágoras postuló el teorema que lleva su nombre (y antes, también), los cultores de “la reina de las ciencias” vienen desafiando nuestra capacidad de asombro: advertimos las piruetas mentales de estos “atletas de alto rendimiento” del cerebro, con la misma incredulidad con que dentro de unas semanas quedaremos hipnotizados ante la levedad de los velocistas de los 100 metros llanos o la destreza de los gimnastas que participarán en los Juegos Olímpicos de Londres.
Solemos atribuir esos logros a una racionalidad 5.0, cuyos poseedores son capaces de esculpir obras de una belleza etérea, gélida y deslumbrante. Sin embargo, miles de años de historia parecen indicar lo contrario: recorrer los laberintos de la matemática es un deporte altamente emocional que se balancea entre la exaltación y la desesperación, los conflictos sociales y políticos, el amor y la locura.
En el apasionante Matemáticas, una historia de amor y odio (Crítica, 2012), Reuben Hersh, él mismo matemático, y Vera John-Steiner, lingüista y educadora, ponen la lupa no sobre los axiomas y teoremas, sino sobre las vidas, a veces increíbles, de decenas de matemáticos, reconocidos y principiantes, y como corolario derriban la mayoría de los mitos que los rodean. En particular, el de que los matemáticos son diferentes del resto de la humanidad.
“Existe la creencia generalizada de que para comprender un razonamiento abstracto complejo un investigador debe excluir de su pensamiento las emociones -escriben-. [Nosotros refutamos] dicha creencia. El matemático, igual que cualquier otra persona, tiene una vida emocional que se sostiene en el cariño recibido en la infancia y en la juventud, y en el compañerismo y el apoyo mutuo en años posteriores.”
En materia de matemáticos los hay de todos los gustos. Los genios precoces, como Gauss, y los que fructifican tardíamente, como la topóloga Joan Birman. Los que prefirieron trabajar solos, como Andrew Wiles, y los que siempre lo hicieron en colaboración, como Hardy y Erdös; aquellos para los cuales la matemática se vuelve una adicción, como Grothendiek, o los que derivaron en comportamientos extraños, como Perelman… En cuanto a fórmulas, no parecen haber descubierto una tan infalible como la matemática misma..