Érase una vez una flauta mágica. Y eso era justamente lo que los carpinteros necesitaban; porque si se tocaba la melodía adecuada, y se tocaba correctamente, entonces la madera no se deformaba, los cinceles no patinaban, y todas las juntas encajaban perfectamente. Así que fue terriblemente útil, y a todos los niños se les enseñaba a tocarla.
Y había algo más en esa flauta. Porque si se tocaba no solo con corrección sino también con maestría, entonces su sonido iba directo al corazón. Así que los niños (y algunos adultos también) incapaces de distinguir una azuela de una argallera se pasaban largas horas practicando, tan solo por la dulzura de sus notas y el gozo de la perfecta ejecución.
Pero había un problema con esta flauta. No podías oírla a no ser que fueras tú el que la tocaba. Cuando la tocaba otro, resultaba extravagante y sin sentido, inmerso en su propio mundo. Los profesores de flauta podían ver si tus dedos estaban cerca de los lugares adecuados y tus labios en la posición correcta, pero lo que tú estabas oyendo solo podían suponerlo. Y los profesores de carpintería podían saber por tu trabajo si estabas dando con la melodía adecuada, pero no tenían ni idea de cual era el problema si no.
Así que no es de extrañar que muchos niños encontraran la música un tostón incomprensible y la carpintería un sufrimiento humillante.
David H. Fremlin, pueden leer el texto original en inglés aquí. Nos ha facilitado el cuento Jordi Delgado (UPC)