En el aeropuerto de Ciudad de México, como en todos los aeropuertos grandes, hay mucha gente que espera. No se diferencia en nada de otros aeropuertos. Tiendas limpias, McDonald’s, restaurantes típicos pret-a-porter,… la gente que limpia es muy vieja o muy joven, los portamaletas irrealmente obsequiosos, y cuando entras en el baño y cierras la puerta, un señor, por debajo, rocía el suelo con una solución perfumada. Hasta ahí todo normal, o casi. Pero cuando observas las llegadas, ves algo curioso. Llegan vuelos de todo el mundo, pero los que llegan de USA son especiales. Porque hay muchísima gente esperando, y porque todos, los que llegan y los que esperan, nada más verse, antes incluso de tocarse, rompen a llorar. No sé exactamente de qué, pero seguro que es una maravillosa metáfora.
II
En una de las muchas grandes vías de Ciudad de México, hay vendedores ambulantes. Aquí no venden kleenex, venden pistachos (pistaches) y nueces del Brasil. Y algunos también chicles. A pesar de lo demencial del tráfico, no están en los semáforos, no habría suficientes. Están en medio de los carriles, sobre las líneas discontinuas, con los brazos abiertos y carteles colgados del cuello, anunciando mercancía y precio. En esta ciudad, donde las reglas de tráfico sólo se tienen en consideración en caso de accidente (entre las compañías aseguradoras), donde los choques son frecuentes (ayer vi siete, en el tiempo de cruzar la ciudad), no hay tráfico más ordenado que el de las vías con vendedores ambulantes. Salvan vidas, aunque probablemente no salvan las suyas.
Cuernavaca en la estación de lluvias es un espectáculo. Puntualmente, al anochecer, el cielo se cierra y se derrumba sobre la ciudad con una violencia insultantemente democrática. No entiende de ejército, de narcos, de clase alta, de suburbios marginales. Todas las calles se convierten en ríos, y entiendes por qué todos los coches son 4×4, el del camarero (4×4 nacional) y el del doctor (4×4 Chevrolet). El tanque aparca a esperar un respiro, los soldados se bajan a tomar un trago. No hay quien conduzca con esta lluvia, no hay quien trafique, no hay quien dispare. Todos nos sentamos a ver llover. Es hermoso. Y a mí me hace pensar que tal vez la lluvia sea la esperanza de México.
IV
La pirámide de Tepoztlán no es una visita sencilla. Requiere entre una hora y hora y media de trabajoso ascenso hasta lo alto de la montaña que domina el valle y, con él, el pueblo. Algunos tramos están adoquinados decentemente, otros son simples caminos de montaña, no demasiado diferentes de lo que había cuando se construyó la pirámide. Al cabo de un rato, es descorazonador comprobar que la subida sigue y sigue, como si nunca fuera a acabarse. Pero al llegar arriba (“Favor de no alimentar a lo hurones” dice el cartel), exhausto, ves la pirámide (pequeña, nada espectacular), miras alrededor y todo cobra sentido. Es necesario el esfuerzo, es necesario el cansancio. Es necesario entender lo importante del camino para apreciar la meta.
V
Tepoztlán en domingo es una locura. Las calles son un gigantesco mercado, llenos de gente, de puestos de frutas y verduras que la gente cultiva en sus casas, de artesanía textil que se vende y se hace delante tuya. Ancianas que pueden tener sesenta años o seiscientos te preguntan el nombre de tu hija cuando compras un vestido y te anuncian solemnes que rogarán a dioses impronunciables por su salud. Almuerzo en una taquería, donde todos los clientes nos sentamos juntos, en una mesa que forma un cuadrado, en cuyo centro dos señoras te van preparando los tacos conforme a tu gusto. Parece arriesgado. Pero hay que vivir. Un hombre mayor con un acordeón, en mitad de la calle. La vie en rose. En este pueblo pequeño, en este lugar recóndito, la señora que vende, la que prepara los tacos, el hombre del acordeón, saben tocarme en el alma.
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