XI
Hacemos tiempo. En Hidalgo con Reforma te golpea la diversidad, la diversidad entendida como confrontación. De un lado, rascacielos inequívocamente modernos (porque tienen formas trapezoidales y esas cosas) recubiertos de cristal esmerilado. Del otro, un convento de la época del Virreinato. Del otro, una avenida grandilocuentemente arbolada, hacia Bellas Artes, recién reformada para festejar el Bicentenario. Del otro, por fin, casas deterioradas, puestos ambulantes de cortezas y recuerdos religiosos, grupos de hombres ociosos (o no tanto), coches herrumbrosos. Y también una heladería, pequeña y muy limpia, donde me compro el mejor helado de pistacho con pasas que he tomado en mi vida. Hacemos tiempo.
XII
I. es mejicana y soriente. Su abuelo paterno era judío húngaro y huyó de Europa porque en la IIGM los llamaron a filas y los usaron como escudos, sin darles armas ni uniforme. Finalmente murió aquí, en México, siendo un apátrida. Su abuela materna era española, judía y masona. Huyó de España en el 39, hacia París, donde vivía su familia materna. Luego, tras la ocupación huyeron de París, en taxi. Camino del sur les pararon los nazis, pero el taxista no hablaba alemán y los ocupantes no les parecieron judíos, así que les dejaron seguir. En Marsella tomaron un barco y terminaron aquí. De muchas de estas historias esta hecho este país. I. se va en verano, ha conseguido un puesto en la una universidad de la Costa Este. No te da pena irte? Mucha, pero tengo un niño pequeño.
XIII
J. es ruso, pero nacionalizado mejicando. Antes de llevarnos a Cuernavaca en su coche, visitamos su barrio, La Condesa. Un parque precioso, en forma de óvalo por la Avenida México (una de las muchas Avenidas México que hay en el DF, porque con 70000 calles, ya le dieron la vuelta completa al diccionario). Bicicletas, cafés de estilo europeo, corredores, y muchas, muchas parejas. De la mano, sentados en los bancos de madera rústica, besándose. J. dejó Cuernavaca para venirse al DF, para vivir aquí. Esto también es Ciudad de México, esto te reconcilia con una ciudad tan insólita como inabarcable.
XIV
La carretera de Cuernavaca es famosa por sus curvas (“tienes más vueltas que la carretera de Cuernavaca”, dicen por aquí). La carretera antigua, no la moderna autopista. Pero J. cree que es “de mal anfitrión” llevarte por al autopista y que te pierdas algo tan auténtico. Yo conduzco por aquí muchas veces, y nunca me pasó nada, dice tranquilizador. Bueno, una vez acabé con el coche en la copa de un árbol colgado de un precipicio, pero la verdad es que no me pasó nada. El efecto tranquilizador se ha diluido de repente. La carretera, tan sinuosa, de noche, entre bosques, parece sacada de una peli de David Lynch. Ahora les llevaré por un atajo, anuncia solemne, el desvío de Huitzilac; se ahorran cinco kilómetros. Y por qué no hicieron por aquí la carretera? pregunto, no muy seguro de querer saber la respuesta. Ah… buena pregunta, ahora lo verán. Huitzilac a las 9 es un pueblo fantasma. Apenas dos hombres por la calle (la única calle), que aportan más tensión al aire. Perros de pelea ladran a los faros del coche desde los vallados. Al salir de pueblo, se divisa a lo lejos y muy muy muy abajo, las luces de Cuernavaca, y nos lanzamos colina abajo por la carretera con mayor pendiente que he cruzado en mi vida. Al llegar al hotel tengo la sensación de haberme bajado de un avión. Por un lado porque todo el viaje he ido con la sensación que me acompaña en los aviones de “si pasa algo, estoy irremediablemente muerto, así que mejor me relajo”. Por otra parte, porque el desvío de Huitzlac me ha dejado los oídos taponados. Y al bajar del coche, siento de manera inequívoca cómo fluye la adrenalina, esa extraña mezcla de invulnerabilidad y osadía que te hace sentirte capaz de todo. O, simplemente, sentirte vivo de una forma cierta y precisa.
XV
Esta noche, que es mi última noche, estamos S. y yo, frente a frente. Entre nosotros, una botella de tequila. Junto a nosotros, la algarabía de todos sus compañeros, los alumnos de doctorado, despidiendo a uno de ellos que se marcha a Toulouse. En diciembre, S. se marcha también, a Madrid, a la Autónoma, así que muy probablemente nos volveremos a ver pronto. Pero esta noche, que también es mi última noche, S. y yo nos hemos quedado hablando de la música mejicana. Yo he tirado de repertorio, él ha tirado de recuerdos y nos hemos encontrado en esa comunión extraña que sólo se alcanza a veces, con cosas muy concretas, con ésas que te remueven, vaya usted a saber por qué. Y esta noche, mi última noche, comparto tequila con este chico de quien me separan diez años y diez mil kilómetros. Y juntos nos llenamos el vaso, nos lo ponemos en la cabeza como manda la tradición y entonamos, mal que bien, un lamento eterno convertido, en este instante, en la única religión verdadera:
“Me cansé de rogarle, me cansé de decirle que yo sin ella de pena muero…”
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